Luigi Ferrajoli**
I. Antes de nada, quiero expresar mi más sincero y emocionado agradecimiento a los profesores y a los estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, que me han honrado con el título de Doctor Honoris Causa en Derecho. Deseo dar las gracias de manera especial al Rector Dr. Oscar J. Shuberoff , al Decano de esta Facultad, Dr. Andrés Dalessio , al Vicedecano Dr. Guillermo Moncayo y, sobre todo, al colega Eugenio Raúl Zaffaroni por las elogiosas palabras con que ha justificado el otorgamiento de esta distinción.
Hay, además, otros dos motivos que hacen para mí especialmente grato este reconocimiento. Uno, es que procede de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en la que se ha desarrollado, gracias a la obra de Genaro R. Carrió , Eugenio Bulygin , Carlos E. Alchourrón y Carlos S. Nino , una de las escuelas de filosofía juridíco-analítica más importantes, y, al mismo tiempo, gracias al magisterio de David Baigún , Eugenio Zaffaroni y Julio B. J. Maier , a los que me unen estrechos lazos de amistad y de afecto, una prestigiosa comunidad de penalistas, que ha promovido y desarrollado en estos años, y quizás como en ninguna otra universidad del mundo, una cultura penalística democrática comprometida con la defensa de los derechos humanos y de sus garantías. El segundo motivo es que la ocasión elegida para este acto haya sido la celebración del I Congreso Iberoamericano y IX Latinoamericano de Derecho Penal y de Criminología para estudiantes y jóvenes graduados, que reúne, junto a miles de estudiantes, a tantos ilustres representantes del pensamiento penalista latinoamericano.
Estoy verdaderamente convencido de que, en estos años, la enseñanza de penalistas y procesalistas como Raúl Zaffaroni, David Baigún, Julio Maier, Alberto Binder y tantos otros colegas más jóvenes, ha devuelto a las disciplinas penalísticas esa dimensión cívica y política que fue propia de sus orígenes ilustrados; y de que esto es lo que -no por casualidad en una América Latina donde más dolorosas y terribles fueron, en los años de la dictadura, las experiencias de la arbitrariedad policial y de la represión política- ha dado vida a un movimiento democrático y garantista de penalistas y criminólogos que reúne rigor científico y pasión civil, reflexión teórica y militancia cultural; movimiento del que este Congreso de estudiantes y jóvenes penalistas, como otros congresos latinoamericanos en los que he tenido la suerte de participar (recuerdo en especial el que tuvo lugar el año pasado por estos mismos días, aquí en Buenos Aires), es el testimonio más expresivo.
II. Es precisamente acerca de esta renovada dimensión cívica y democrática de los estudios penales a la que me voy a referir ahora. Como muchos de ustedes saben, yo no soy penalista de formación, sino filósofo del derecho. Sin embargo, siempre he pensado que entre ciencia penal y filosofía jurídica existe siempre -o mejor, debería existir- una relación esencial para ambas. Porque el Derecho penal, o bien cumple con la exigencia de dotarse de una cimentación axiológica, y por ello filosófico-política, o bien corre el riesgo de quedar reducido a pura técnica de control social y policial. Del mismo modo que, a la inversa, o bien la filosofía jurídica se compromete con los grandes temas de las libertades y de la fundamentación y la crítica ético-política del derecho y de las instituciones existentes, comenzando por las instituciones represivas del Derecho penal y procesal, o bien está condenada a quedar en una estéril evasión académica.
Por lo demás, como sabemos, la relación entre Derecho penal y filosofía jurídica, entre ciencia penal y reflexión filosófica sobre los fundamentos de ese "terrible derecho" que es el derecho de castigar, ha sido siempre muy estrecha, desde los orígenes de la modernidad jurídica. Fue justamente el Derecho penal el terreno en el que, durante los siglos XVII y XVIII, la gran filosofía política del jusnaturalismo racionalista -de Hobbes a Locke , de Thomasius y Pufendorf a Montesquieu y Voltaire , hasta Beccaria , Bentham , Filangieri y Romagnosi - libró sus batallas contra el despotismo represivo e inquisitivo propio del ancien régime y fue definiendo los valores de la civilización jurídica moderna y las líneas maestras de Estado de derecho: el respeto a la persona humana, los valores de la vida y de la libertad personal, el nexo entre legalidad y libertad, la tolerancia y la libertad de conciencia y de expresión, la concepción del derecho y del Estado como artificios cuya legitimación depende del cumplimiento de sus funciones de tutela de los derechos de los ciudadanos.
Se produjeron después algunas singulares vicisitudes culturales. La ciencia penal, que hasta finales del siglo pasado había sido, más que ninguna otra disciplina jurídica, una ciencia jurídico-filosófica, se ha convertido en este siglo en una disciplina puramente técnica, deliberadamente carente de fundamentos y de referentes axiológicos externos. Así, mientras el postulado metodológico de la cultura jurídica ilustrada fue el contenido en la célebre frase de Gaetano Filangieri en su Introducción a la Ciencia de la legislación -no el derecho que es sino el que debe ser, no el derecho ya hecho, sino el que está por hacer, es decir "la legislación, es hoy el objeto común de los que piensan"-, en cambio el lema de la corriente técnico-jurídica que se impuso en Italia y en Alemania a comienzos del siglo actual podría expresarse con su contrario: sólo la ley positiva, es decir el derecho ya hecho, y ya no la legislación o el derecho por hacer, es ahora el objeto y al mismo tiempo el horizonte exclusivo de las disciplinas penales.
Son muchos los factores -políticos, ideológicos, epistemológicos- que han contribuido a producir este cambio. Primero, el repliegue reaccionario del pensamiento liberal de finales del siglo pasado que, una vez construido y consolidado ese artificio que es el Estado moderno, no se preocupó más de asegurarlo mediante límites y vínculos en garantía de los derechos de los ciudadanos, sino, por el contrario, de defenderlo de éstos y en particular de las nuevas "clases peligrosas" y potencialmente subversivas. En segundo término, una burda epistemología positivista, basada exclusivamente en la aproximación acrítica al sólo "derecho que es", y en la ilusión paracientífica del carácter avalorativo de la ciencia jurídica como ciencia puramente técnica y descriptiva de la que tendría que expulsarse, como de las ciencias naturales, todo juicio de valor. En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, una suerte de paradójica "naturalización" del Derecho penal como fenómeno externo e independiente de la obra de los juristas, susceptible de conocimiento o a lo sumo de explicación, pero no de justificación o de deslegitimación; y por ello la reducción de su legitimación externa o política a la interna o jurídica, la confusión de su justicia con su mera existencia, y su concepción como técnica autorreferencial de defensa y control social conforme a planteamientos autoritarios de diversa índole -de estatalismo ético, espiritualistas e incluso puramente técnicos y pragmáticos- que aún siguen constituyendo el trasfondo filosófico tácito de la cultura penal dominante.
III. Pues bien, la tesis que voy a defender es que en la segunda mitad de nuestro siglo ha tenido lugar un cambio de paradigma en el Derecho positivo de las democracias avanzadas, que impone una revolución epistemológica en las ciencias penales y, en general, en la ciencia jurídica en su conjunto. Tal cambio de paradigma en la estructura del Derecho positivo se ha producido en Europa, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, gracias a las garantías de la rigidez de la constitución introducidas con la previsión de procedimientos especiales para su revisión, además del control de la legitimidad de las leyes por parte de tribunales constitucionales.
Lo producido es una transformación radical del papel de las constituciones. Los primeros textos constitucionales, comenzando por la Declaración de los derechos del hombre de 1789, fueron documentos esencialmente políticos, cuya naturaleza de leyes positivas incluso resultaba incierta. A este propósito será suficiente con recordar la subestimación y la incomprensión de la Declaración de 1789 por parte de Jeremy Bentham , no obstante haber sido uno de los máximos exponentes del liberalismo jurídico. "¿Qué puede ser -se preguntaba Bentham en un opúsculo titulado Anarchical Fallacies - un documento que comienza con la afirmación de que "todos los hombres nacen libre e iguales" para proseguir con una serie de principios de justicia y proclamaciones de derechos naturales? ¿Será, quizá, un tratadillo de filosofía política y de derecho natural con forma de artículos?". Puesto que tales normas, añadía, son enunciados ideológicos desmentidos por la realidad y en todo caso carentes del carácter imperativo que es propio de las normas. Bentham no se daba cuenta que, en realidad, era el derecho mismo el que, gracias a aquella declaración de derechos, estaba cambiando de naturaleza ante sus propios ojos: de que aquellos principios de justicia inscritos en la Declaración , una vez estipulados, habían dejado de ser principios de derecho natural para transformarse en principios de Derecho positivo, que imponían al sistema jurídico y político su respeto y su garantía.
No obstante, incluso después del reconocimiento de su carácter jurídico-normativo, las constituciones y los estatutos, al menos en Europa, fueron durante mucho tiempo considerados simples leyes, y como tales, expuestas a modificaciones y, por tanto, a violaciones por parte del legislador. Por ejemplo, en Italia, el Estatuto albertino de 1848, tenía el valor de ley ordinaria y, así, pudo ser desvirtuado y despedazado por las leyes fascistas introducidas por Mussolini en 1925, sin ni siquiera recurrir formalmente a un golpe de Estado.
Solamente con la introducción de las garantías de la rigidez de las constituciones cambia la estructura de los sistemas jurídicos. Naturalmente el cambio se debe no solamente a factores institucionales, sino también, y quizás sobre todo, a factores culturales. La Constitución de los Estados Unidos, así como la de Argentina, han tenido siempre un carácter rígido. También en Europa a veces se ha discutido, desde el siglo pasado, que las constituciones fuesen menos modificables a través de leyes ordinarias. Pero, ha sido sólo en esta segunda mitad del siglo que la idea de la rigidez de las constituciones en cuanto a normas que están por encima de la legislación ordinaria, penetra en el cultura jurídica y en el sentido común. Y no es casualidad que esta toma de conciencia haya tenido lugar tras la derrota del fascismo y del nazismo. En el clima cultural y político que acompañó el nacimiento del constitucionalismo actual -la Carta de la ONU de 1945, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, la Constitución Italiana de 1948 y la Ley Fundamental de la República Federal Alemana de 1949 -se toma conciencia de que el consenso de las masas en el que se habían fundado también las dictaduras fascistas no basta para garantizar la calidad de un sistema político. Y se vuelve, por tanto, a descubrir el significado y el valor de la constitución como límite y vínculo de cualquier poder, incluso mayoritario, según la noción estipulada dos siglos antes en el artículo 16 de la Declaración de derechos de 1789: "Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de los poderes establecida, no tiene constitución", que son exactamente los dos principios y valores que habían sido negados por el fascismo.
El resultado es una estructura del ordenamiento jurídico mucho más compleja que la propia del paradigma juspositivista clásico, fundada como estaba en el mero principio hobbesiano auctoritas, non veritas facit legem o bien quod principi placuit logis habet vigerem. En cambio, ahora, nos encontramos frente a una estructura caracterizada por una doble artificialidad: no sólo por el carácter positivo de las normas producidas, que es el rasgo especifico del positivismo jurídico, sino también por su sujeción al derecho, que es precisamente el rasgo específico del Estado constitucional de derecho, en el cual la producción jurídica misma se encuentra disciplinada por normas de Derecho positivo, no sólo en lo que se refiere a su procedimiento de formación sino también en sus contenidos. Si en virtud de la primera característica el "ser" o la "existencia" del derecho ya no puede derivarse de la moral ni extraerse de la naturaleza, sino que es "puesto" o "hecho" por los hombres, y como éstos lo quieren y, antes aún, como lo piensan; en virtud de la segunda característica también el "deber ser" del Derecho positivo, o sea sus condiciones de "validez", resulta positivizado por un sistema de reglas que disciplinan las propias opciones mediante las que se piensa y proyecta el derecho, estableciendo los valores ético-políticos -la igualdad, la dignidad de las personas, los derechos fundamentales- que se ha convenido deben ser informadores de aquéllas.
Es precisamente en virtud de esta doble artificialidad -de su "ser" y de su "deber ser"- que la legalidad positiva o formal, en el Estado constitucional de derecho, ha cambiado de naturaleza: ahora no es sólo condicionante, sino que ella misma resulta estar condicionada por vínculos jurídicos no sólo formales sino también sustanciales. A este sistema de legalidad, al que su doble artificialidad confiere un papel de garantía frente al derecho ilegítimo, podemos denominarlo, en oposición al paleopositivista, "modelo" o "sistema garantista". Gracias a él, el derecho contemporáneo no sólo programa sus formas de producción a través de normas de procedimiento sobre la formación de la leyes y las restantes disposiciones. Además, programa sus contenidos sustanciales, vinculándolos normativamente a los principios, los valores y los derechos inscriptos en sus constituciones, mediante técnicas de garantía que la cultura jurídica tiene el deber y la responsabilidad de elaborar. En el Derecho penal, por ejemplo todas las respuestas a las clásicas cuestiones relativas a su legitimación -cuándo y cómo castigar, cuándo y cómo prohibir, cuándo y cómo juzgar- resultan condicionadas ahora por los principios garantistas sancionados en la constitución: lesividad y materialidad de los delitos, culpabilidad, garantías del juicio oral, carga acusatoria de la prueba y derechos de la defensa, que han dejado de ser simples principios teóricos para convertirse en normas jurídicas vinculantes para el legislador.
IV. Yo creo que no siempre somos lo bastante concientes del alcance revolucionario de semejante cambio de paradigma del derecho que es, probablemente, la mayor conquista jurídica de este siglo: una suerte de segunda revolución que cambia, junto con la estructura del derecho, el papel de la ciencia jurídica y de la jurisdicción, la naturaleza de la política y la calidad misma de la democracia.
En el plano de la teoría del derecho este cambio puede ser expresado con la tesis de la subordinación de la ley misma al derecho y de la consiguiente disociación entre vigencia (o existencia) y validez de las normas. La primera revolución en la historia de la modernidad jurídica, acontecida con el nacimiento del Estado moderno, fue la afirmación del principio de (la mera) legalidad y, con éste, el de la omnipotencia del legislador. Así, en oposición a las viejas concepciones jusnaturalistas, se logró la identificación de la validez de las leyes con su positividad, es decir con su producción según las formas previstas en el ordenamiento, con la consiguiente garantía de la certeza del derecho y de la sujeción a la ley del poder judicial. Por lo menos en su modelo epistemológico, la jurisdicción, por caso, se configuraba como aplicación mecánica de la ley, y la ciencia jurídica como "dogmática", vinculada únicamente a los dogmas de la ley, cualquiera que fuese su contenido. Por otro lado, al principio de la omnipotencia del legislador correspondía la idea de la omnipotencia de la política y de su primacía sobre el derecho -por ser la legislación competencia de la política- y, correlativamente, una vez que el legislador se había democratizado mediante las formas de la representación parlamentaria, una concepción puramente política, formal y procedimental de la democracia, identificada con la voluntad soberana de la mayoría.
Pues bien, la segunda revolución, producida después de la Segunda Guerra Mundial con las instituciones rígidas, equivale a completar el paradigma del Estado de derecho, o sea a la sujeción de la ley de todos los poderes, incluso el de la mayoría -que se subordina, también él-, al derecho, más precisamente a la Constitución, y no sólo en cuanto a las formas y a los procedimientos de formación de las leyes, sino también en cuanto a sus contenidos. Como consecuencia de ello, en el Estado constitucional de derecho el legislador ya no es omnipotente, en el sentido de que las leyes no son válidas sólo por haber sido producidas por él en las formas y con los procedimientos normativamente establecidos; lo serán si, además, resultan también coherentes con los principios constitucionales. Y tampoco es omnipotente la política, cuya relación con el derecho se invierte: también ella y la legislación, que es su producto, se subordinan al derecho. Hasta el punto de que ya no es el derecho el que puede ser concebido como instrumento de la política, sino, al contrario, es la política que ha de ser asumida como instrumento para la actuación del derecho, y precisamente de los principios y de los derechos fundamentales inscriptos en ese proyecto, a la vez jurídico y político que es la constitución. De aquí se sigue un cambio en la naturaleza misma de la democracia : ésta ya no consiste simplemente en su dimensión política proveniente de la forma representativa y mayoritaria de la producción legislativa que condiciona la vigencia de las leyes, sino que también consiste en la dimensión sustancial que le viene impuesta por los principios constitucionales, que vinculan el contenido de las leyes, condicionando su validez sustancial a la garantía de los derechos fundamentales de todos.
V. Se comprende el cambio del papel de la ciencia jurídica provocado por este nuevo paradigma. Dado que en el modelo constitucional-garantista la validez de las leyes ya no es un dogma unido a su mera existencia o validez formal, sino una cualidad contingente ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución, la interpretación de la ley es siempre también un juicio sobre la ley misma, de la que jueces y juristas deben elegir únicamente los significados válidos, es decir compatibles con las normas constitucionales sustanciales y con los derechos fundamentales establecidos por éstas. Gracias a la rigidez de las constituciones y a que contienen principios sustanciales, que van desde los derechos fundamentales a las garantías penales y procesales, toda ley tiene al mismo tiempo la consideración de norma respecto a los hechos que regula, y de hecho -cuya conformidad o disconformidad, coherencia o incoherencia y, por lo tanto, validez o invalidez debe ser determinada por la ciencia jurídica- en relación con las normas por las que ella misma es regulada.
El viejo conflicto entre iusnaturalismo y positivismo, y por otro lado entre positivismo y realismo jurídico -entre el derecho "como debe ser" y el derecho "como es", entre el derecho por hacer y el derecho ya hecho- se ha trasladado de este modo al cuerpo mismo del Derecho positivo, configurándose como una tendencial y permanente divergencia entre los diversos niveles del ordenamiento: entre el nivel constitucional, que incorpora normas y principios de justicia bajo la forma de derechos fundamentales, y el nivel legislativo, cuyas normas son siempre susceptibles de ser censuradas como ilegítimas- por el juez en el plano operativo y por el jurista en el doctrinario- en el supuesto de incoherencia con la constitución. Y este conflicto puede resolverse gracias a la doble dimensión -descriptiva del "ser" del derecho y prescriptiva de su "debe ser" jurídico- impuesta tanto a la teoría como al análisis dogmático, precisamente por el paradigma constitucional conforme al cual se han modelado los sistemas jurídicos avanzados.
Lo que quiero subrayar es que el nuevo paradigma constitucional, en cuanto comporta inevitablemente antinomias y lagunas vinculadas a los diferentes niveles normativos en los que se articula su misma estructura formal, lleva, por así decirlo, inscripto en su propia estructura un doble papel de la ciencia jurídica en general y de la penal en particular: ante todo la crítica del derecho existente, a través del análisis y la censura de sus perfiles de invalidez constitucional; en segundo lugar el diseño del derecho que debe ser, a través de la identificación de sus lagunas, o sea de las garantías que aún faltan y que deben ser introducidas en apoyo de los derechos sancionados en las constituciones.
En definitiva, el paradigma garantista del constitucionalismo democrático pone en crisis la totalidad del esquema positivista tradicional de la ciencia y del conocimiento jurídicos, basado en los dogmas de la coherencia y la plenitud del ordenamiento y en la presunción apriorística de la legitimidad del derecho existente. Una legalidad compleja como la que aquí he ilustrado en forma esquemática, con los dos posibles vicios -antinomias y lagunas- virtualmente unidos a ella, retroactúa, en efecto, sobre la ciencia del derecho, confiriéndole un papel crítico y de proyecto en relación con su objeto, desconocido para la razón jurídica propia del viejo positivismo dogmático y formalista: la tarea, científica y política al mismo tiempo, de descubrir las antinomias y las lagunas existentes y proponer desde adentro las correcciones permitidas por las técnicas garantistas de que dispone el ordenamiento, o bien de elaborar y sugerir desde afuera nuevas formas de garantía aptas para reforzar los mecanismos de autocorrección. Precisamente, mientras el vicio de la incoherencia asigna a la ciencia jurídica (como a la jurisprudencia) un papel crítico frente al derecho vigente, el de la falta de plenitud le asigna, además, un papel de elaboración y diseño de nuevas técnicas de garantía y de condiciones de validez más vinculantes.
VI. Me parece evidente que una ciencia jurídica entendida de esta manera toca y se entrelaza con la política del derecho. Más aún, con la lucha por el derecho y por los derechos tomados en serio; y que, al mismo tiempo, el papel crítico y de proyecto que le asigna el paradigma constitucional y garantista le confiere una responsabilidad cívica y una dimensión política y militante totalmente desconocidas para la vieja cultura jurídica. De nuevo, como en la tradición ilustrada, el punto de vista externo de los oprimidos ha vuelto a ser el punto de vista de la fundamentación política del artificio jurídico. De él, todos, y en particular nosotros los juristas, somos responsables: por cómo lo pensamos, por cómo lo criticamos o lo defendemos, y por cómo lo aplicamos y lo proyectamos en concreto. Pero este punto de vista goza hoy de la ventaja de haber dejado de ser ya sólo externo, al identificarse como el de los titulares de los derechos constitucionales insatisfechos, por lo que tiene un anclaje positivo en el derecho existente.
Cierto que esta orientación es todavía minoritaria en la cultura académica. Sin embargo, es precisamente ésta la perspectiva que ha tomado cuerpo en los últimos años a través del desarrollo de movimientos de jueces y de juristas, sobre todo -hay que reconocerlo- en el campo del Derecho penal. Piénsese en las diversas asociaciones de juristas democráticos, en los grupos de magistrados democráticos surgidos en Italia, Francia, España y América Latina, en el movimiento de la criminología crítica, en las asociaciones comprometidas en la reforma de la cárcel y en la defensa de los presos, y, en fin, en el movimiento por una refundación democrática y garantista del Derecho penal que, iniciado en Argentina, se han extendido a toda América Latina. Estos movimientos han nacido siempre de la conciencia y de la denuncia de la ilegalidad, y no sólo de la injusticia, de la práctica del derecho respecto a sus propias fuentes de legitimación jurídica, y por ello del compromiso de transformarlo.
Es posible que esta perspectiva se base en una confianza excesiva en el papel garantista del derecho. Sin embargo, yo creo que, con independencia de nuestro optimismo o pesimismo, para la crisis del derecho no existe otra respuesta que el derecho mismo. Esto es así, puesto que el actual paradigma garantista del constitucionalismo democrático no sólo expresa un modelo de derecho y de Estado, sino también un modelo de democracia, y por ello lo sostiene la fuerza de la razón y de los valores de la libertad, igualdad y justicia, cada vez más universalmente compartidos.
Notas
* Lección expuesta el viernes 5 de septiembre de 1997, en ocasión del otorgamiento del título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Buenos Aires. Traducción de Mary Beloff y Christian Courtis , revisada por el autor.
** Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Camerino, Italia.
Publicado en: NDP, 1998/A, Ferrajoli, ps. 63-72, Editores del Puerto.
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