domingo, 11 de febrero de 2007

¿Por qué resulta tan difícil tolerar a un penalista?

Por Jaime Malamud Goti

Según el dramaturgo Michael Frayn, Werner Heisenberg, autor del revolucionario principio de incertidumbre, solía sostener que el conocimiento teórico es fruto de la discusión. En el epílogo de la versión inglesa de Copenhague 1 , Heisenberg alega que “la ciencia está enraizada en la conversación” 2 . Para este punto de vista el debate, en las ciencias duras, encarna la única manera de acceder a la verdad. En el campo de las humanidades, numerosos filósofos morales y políticos comparten esta creencia. La discusión –piensan estos últimos– no es sólo una condición necesaria para perseguir la verdad teórica. Éste resulta un ingrediente ineludible también para un modelo político justo, en el cual los actores acomodan su conducta a los resultados de un debate abierto. Las llamadas teorías epistémicas de la democracia, por ejemplo, parten de la creencia según la cual la discusión es un requisito indispensable para arribar a soluciones justas, esto es, a la “verdad moral” o a algo parecido a ella 3 . Por regla general, los estudiosos del derecho penal parecen ignorar este principio y el prefacio que ahora me ocupa intenta explicar brevemente esta tendencia que empobrece, pienso, el trabajo teórico. Me preocupa poder mostrar que es importante que los penalistas intenten este debate. Los filósofos, por lo general, aportan argumentos esclarecedores, pero la discusión suele apartarlos de una cuota necesaria de realismo. Por resultar increíbles, sus ejemplos y contraejemplos son a menudo también estériles. Pienso en el conocido caso de defensa propia en que, armado de un paraguas, un hombre enfrenta la certeza de morir aplastado por cientos de recién nacidos que llueven sobre su cabeza. Él sólo puede evitar este resultado si utiliza un paraguas como un arma mortal. La cuestión con un ejemplo imaginativo como éste es que diluye la fuerza de nuestras intuiciones. Su irrealidad nos desconecta de nuestro sentido sobre lo justo e injusto, lo correcto y lo incorrecto. Este sentido depende del dramatismo que los penalistas pueden extraer de un mundo poblado con personas de carne y hueso.

Muchos penalistas se han abstenido de debatir abiertamente estos temas centrales a pesar de su magnetismo. Me refiero, entre estos últimos, a los cimientos de la responsabilidad penal, la justificación del castigo, y otros tantos que han atraído a los grandes pensadores. Pienso que han estado demasiado ocupados en pelearse unos con otros. Hace más de treinta años, un penalista argentino que, según recuerdo, había estudiado en Alemania, me comento con alegría que Hans Welzel y su colega Claus Roxin habían convenido pasar juntos una tarde en Río de Janeiro. El encuentro de estos dos profesores alemanes, que en ese momento viajaban por Sudamérica, pareció muy auspicioso porque sus nociones teóricas del delito eran radicalmente disímiles. Los dogmáticos penales de entonces consideraban que la divergencia entre Welzel y Roxin era crítica. En relación con las diferencias entre ambos, un discípulo de Welzel me había revelado con honda preocupación que Roxin se proponía “destruir” el tipo penal. Hoy me resulta difícil justificar este temor porque la noción de tipo penal es puramente teórica, es decir, inocua –o casi inocua–. El tipo penal –para quienes tengan interés– es una figura conceptual utilizada por la inmensa mayoría de los penalistas teóricos latinoamericanos, por algunos académicos europeos y otros asiáticos. Con ella, estos académicos se refieren a aquello que prohiben las normas penales, lo que sí vincula el tema con cuestiones importantes tales como el principio del nullum crimen. A pesar de la distancia que separa la teoría amenazada por Roxin de la realidad de los hechos, la acusación me pareció en ese momento muy grave. Esta percepción explica que yo también celebrase el encuentro como una demostración de que la armonía entre penalistas era posible. Desde muy joven había aprendido de mis mayores locales dos cosas acerca de la intrincada relación entre penalistas. La primera era que, en lugar de encontrarse para debatir, muchos teóricos del derecho penal prefieren distanciarse de aquellos que mantienen teorías diferentes a las suyas. Rodeados de sus seguidores, a los que llaman discípulos, muchos de éstos académicos optan por recluirse para criticar a sus pares, a las ideas de estos o ambas cosas. La segunda cuestión era que, para un penalista, resulta en extremo importante contar con un número considerable de colegas hostiles. En su forma más leve, esta auténtica vocación por la enemistad se manifiesta esquivándose en eventos académicos y reuniones sociales. En su versión más severa, algunos colegas rehúsan, bajo diferentes pretextos, saludarse o dirigirse la palabra. El hecho de haber logrado yo también distanciarme tempranamente de algunos colegas me impulsa a pensar hoy en la recurrente enemistad que intento destacar. Creo que el sello de esta disposición es de origen continental europeo pero reconozco que ha sido celosamente imitada por infinidad de penalistas latinoamericanos. Hace poco, un funcionario de una importante facultad de derecho argentina me explicó el inesperado fracaso en un concurso de un aspirante a una cátedra de derecho penal. Esta persona, me aseguró este funcionario, desconocía el hecho de que un miembro del jurado se había enemistado con algún autor que el concursante mencionó en su exposición. El funcionario –también penalista– consideró que sólo una extrema ligereza podía explicar el error. Esta ligereza del concursante justificaba el fracaso.

En otras culturas jurídicas que se ocupan también de cuestiones penales teóricas rigen diferentes reglas de convivencia. Un medio académico con el que estoy familiarizado, el de los Estados Unidos, no funciona por lo general de la manera descripta. Aunque es cierto, debo admitir, que la teoría ha ocupado hasta hace poco un rol menor entre los penalistas estadounidensess, éstos mantienen por lo general relaciones muy cordiales entre ellos. En los años 70, fracasé con cada intento de reproducir actitudes hostiles para con colegas y estudiantes. En 1977 por ejemplo, en un seminario sobre ética y castigo dirigido por Herbert Morris causé cierta perplejidad entre los participantes al mostrarme irritado por alguna opinión teórica relacionada con Crimen y castigo, de Dostoyevsky. Inexplicablemente pensé que la intervención era imprudente y censurarla era casi mi deber. El hecho es que ninguno de los académicos alcanzó a entender mi irritación; allí, profesores y estudiantes intercambiaban libre e incesantemente argumentos y contraargumentos con impersonalidad. Yo confundí a esta última con la indiferencia.

Hoy en día no puedo coincidir con mis colegas de la cultura continental europea a los que aludo más arriba. Pienso, en cambio, que Heisenberg tenía razón y que es un rasgo central de un buen ambiente académico el que éste facilite y promueva el debate más intenso y amplio posible. A lo mejor, insisto, he idealizado demasiado este medio. En él, estudiantes y profesores debaten con celo las cuestiones teóricas que les preocupan y el ansia por confrontar ideas llega a ser tan intensa que los conduce a olvidar profundas diferencias y rencores. En Copenhague, Heisenberg, en aquel entonces funcionario del gobierno de Hitler, discute en Dinamarca sobre física teórica con Niels Bohr, su mentor danés. Este último es profundamente antinazi y, por momentos, la identidad nacional distancia a los protagonistas pues el encuentro tiene lugar en plena guerra. Pero a pesar de la brecha entre ambos, el ansia por debatir induce a los interlocutores a superarla constantemente para comportarse como si la humillante ocupación nazi de Dinamarca no estuviese en realidad ocurriendo. El anhelo por argumentar enciende pasiones que eclipsan conflictos cuya magnitud haría imposible el diálogo en otras circunstancias. Entre un centenar de cuestiones éticas y científicas, Copenhague resalta el hecho de que la discusión teórica es un ingrediente esencial del atractivo de la Academia. De manera similar a lo que ocurre con las competencias deportivas, la satisfacción plena encierra cierta paradoja y ésta radica en que el logro de la máxima satisfacción exige que los actores se tomen la competencia en serio. Esto puede traer consigo padecimientos pero, cuando el debate es genuinamente intelectual, este aspecto negativo es sólo limitado. Hasta las más enconadas contiendas son pasajeras y están acotadas por el marco de los intereses académicos. De esta manera, por intensa que resulte la práctica de discutir, ella dista diametralmente de las relaciones entre enemigos. No hay propósito más lejano a las discusiones sobre ideas que inferirse unos a otros padecimientos que no provengan de descubrir que las propias ideas son endebles o inexpugnables las del rival.

Discutir nuestras ideas implica, de alguna manera, colocarlas a disposición de nuestro interlocutor. Nadie que les asigne importancia está dispuesto a compartir sus ideas con un enemigo y esto lo hace que la camaradería entre colegas resulte esencial. Cultivar una comunidad académica es crucial para sus miembros porque, entre otras cosas, no son muchas las personas que entienden nuestras preocupaciones teóricas. En el campo de la teoría penal, salvo el caso de los filósofos morales y políticos, son muy pocos los que están interesado en discutir sobre cuestiones conceptuales vinculadas con el delito. ¿A quién le interesa establecer el límite y contenido de la noción de intención criminal o distinguir entre justificar –en lugar de excusar– a quien actúa en defensa propia? Este desinterés obedece a que, por regla general, los no iniciados suponen, ingenuamente quizá, que diferenciar a un delincuente de una persona inocente es cosa de sentido común. Es por estas razones que creo que la propensión a la enemistad es un hecho que puede y debe preocupar a los penalistas. Heisenberg y Bohr pensarían al respecto que un autoimpuesto confinamiento intelectual impide comprobar y expandir nuestras ideas, que el aislamiento estrecha demasiado nuestra visión. Esto conduce necesariamente a la pregunta: ¿por qué les resulta tan fácil a los penalistas aborrecerse unos a otros cuando se necesitan para compartir sus propios anhelos y hallazgos? El interrogante se refiere, por supuesto, al ámbito de las ideas y no de hechos alejados de la teoría. En comparación con las teorías, discutir sobre hechos suele ser muy poco tentador. Debatir acerca de si lo que vimos fue un pato u otra clase de ave es por lo general aburrido. Se trata de contiendas que dependen de nuestra percepción y memoria y, para ponerles fin, basta con frecuencia acudir a una enciclopedia o a un atlas. Cuando debatimos hechos que nos parecen evidentes, las disidencias prolongadas son irritantes y hasta perturbadoras. Nos irrita discutir hechos que nos parecen tan claros que nos siembran dudas respecto de la buena fe de nuestro interlocutor. Nos perturba, en cambio, que nos fuercen a dudar de la fidelidad de nuestras percepciones y nuestra cordura. En ciertas oportunidades, cuando la discusión versa sobre el significado de los hechos, solemos terminar por discutir ideas. Aclarada esta cuestión en la que distingo con muy poco rigor ideas y hechos, regreso a mi tesis sobre la enemistad entre penalistas.

No intento en modo alguno atacar a los dogmáticos o a la dogmática penal 4 . En contra de lo que sostenía Carlos Nino, pienso que ambos son interesantes y podrían ser muy útiles también 5 . La tesis que propongo aquí es muy simple; quizá sea demasiado simple. Se limita a subrayar que cierta conducta, propia de un gran número de teóricos del derecho penal –pero, por supuesto, no privativa de ellos– es autofrustrante; también es evitable. La cuestión queda así ubicada en un nivel superior respecto de aquel que se refiere a las virtudes e inconvenientes de la dogmática. La idea parte de que hay dos propiedades de los penalistas continentales y latinoamericanos que los impele a transformar la cuestiones teóricas en verdaderos conflictos personales. La primera surge de abordar las primeras, ideas, temas abstractos, con el lenguaje propio del conocimiento de lo más concreto, de los hechos (con la imprecisión con que los trato aquí). Este hábito induce a quien apela a estas formas del lenguaje a extrapolar actitudes y emociones propias del debate sobre los últimos a las discusiones vinculadas con los primeros. La segunda propiedad es la idea de que abrazar cierta posición en materia dogmática implica adquirir un estatus especial, significa contraer un compromiso moral muy fuerte. Es quedar sometidos a deberes particularmente rigurosos respecto de nuestra propia teoría y esto pertuba –como queda expresado en relación con la primera cuestión– la imagen de nuestro mundo práctico. Estos deberes se desparraman por ámbitos de nuestra existencia que no guardan una relación directa con la actividad teórica, esto es, con ideas propias de la teoría penal.

Los teóricos del derecho penal confunden con frecuencia planos del conocimiento. Hans Welzel, el conocido jurista a que me he referido más arriba, alude en Das Deutsche Strafrecht a las consecuencias del “descubrimiento” de ciertos elementos del delito: los elementos subjetivos. En realidad, Welzel se refiere a cierta subjetividad que él mismo ha incorporado en su sistema conceptual a otra categoría de su sistema que es el tipo penal. A pesar de que éste es su propio sistema, ahora examina las partes de este sistema como el producto de una revelación, un “des-cubrimiento,” Entdeckung 6 .Welzel y otros profesores alemanes han tenido en América Latina y España infinidad de seguidores que, como ellos, confunden el lenguaje referido a entidades conceptuales, ideas, con el otro de los hechos. Este estilo no sólo perturba al lector. El “des-cubrimiento” de este último se asemeja al personaje de Balzac que también descubre, entre atónito y risueño, que habla en prosa.

La consecuencia de esta manera de razonar es la inevitable extrapolación de dos planos de la realidad, lo que conduce invariablemente a dos tipos de distorsiones. La primera es el esencialismo, la noción de que categorías ideales como delito (en el sentido conceptual) e historia “tienen” una determinada sustancia, que la intención criminal (el dolo) posee un contenido prefigurado que el teórico se limita a “descubrir.” No es entonces el autor quien establece el contenido de su “delito” o de su “historia”, sino que este contenido viene prefigurado por cierta naturaleza intrínseca de un Delito y una Historia. De la misma manera en que Welzel descubre ciertos elementos en la noción de delito, la Historia arrastra consigo su propio bagaje. “El estudio de la historia del derecho penal no debe limitarse, como ocurre habitualmente, a exponer la descripción externa sucesiva de las leyes que han regido en la que hemos llamado época moderna” 7 . En lugar de aceptar que la historia está limitada a aquellos acontecimientos, acciones y fenómenos colectivos e individuales que interesan al historiador, el texto denuncia algo diferente. Hay una historia, que el autor logra desentrañar, y ésta debe abarcar tal o cual dato. Se trata de una realidad pre-establecida; una realidad que nos impone deberes, en el caso, el de tomar en consideración ciertos hechos tal y como éstos nos vienen ya dados. De esta manera, al escribir sobre la historia no resaltamos aquellos hechos y circunstancias que consideramos relevantes para explicar un cierto estado de cosas. Debemos aceptar una historia: una historia china, otra del vecino, del ajedrez y de Buenos Aires. Para esta manera de pensar, que los mismos autores llaman “científica”, cuestiones tan cruciales como el estado de derecho o la existencia de una sociedad justa o liberal dependen de nuestra capacidad de desentrañar una estructura del delito científicamente verdadera.

Son muchos los penalistas que incurren en este tipo de exceso. A pesar de eludir casi siempre la trampa lingüística, Sancinetti 8 , por ejemplo, piensa que el estado de derecho depende de que adoptemos una particular versión sobre el contenido de la intención delictiva 9 . Este autor piensa que detrás de la opción entre la “teoría del dolo” y la “teoría de la culpabilidad” se esconde un genuino debate filosófico político. La bondad de las concepciones teóricas sobre las relaciones entre la intención de hacer algo y la referida conciencia de que este algo está prohibido depende de la demostración empírica de sus efectos. Es recién a partir de esta demostración que puede establecerse el valor de cada teoría en el plano filosófico indicado. “Pues bien; un argumento de filosofía política –dice Sancinetti– sólo podría ser confrontado con los resultados político-criminales de una determinada teoría, y no con las definiciones de los axiomas del sistema dogmático. Por consiguiente, si, en el plano de las consecuencias prácticas, la teoría de la culpabilidad no puede producir consecuencias sustancialmente relevantes frente a la teoría del dolo, dentro de un sistema de numerus apertus de delitos culposos, y el sistema de numerus apertus, como tal, no lesiona principio alguno del derecho penal liberal…” 10 . Estas afirmaciones son exageradas en dos sentidos. Primero, por considerar que, en el contexto de una teoría de la intención criminal, ciertas nociones teóricas razonables sobre el error pueden afectar el estado de derecho. Algunas sociedades gozan del estado de derecho a pesar de contar con malos penalistas teóricos. Y el ejemplo inverso también es aplicable al caso: los malos juristas no son un rasgo distintivo de la sociedad argentina; si lo es, en cambio, la propensión a ignorar o suprimir con estilos variados este estado de derecho. Lo que resulta particularmente inusual es pretender probar empíricamente una concepción filosófico-política. Si este procedimiento fuese posible, habrían desaparecido del mapa la mayoría de los filósofos. Los filósofos y amantes de la filosofía son en cierta medida inmunes a esta ordalía; de allí gran parte de su encanto. En The Curious Enlightment of Professor Caritat, el conocido filósofo político Steven Lukes nos confronta a esta simple realidad. Lukes logra estremecernos al describir nuestra vida en un mundo que consagre con pureza las ideas de un filósofo-político, cualquiera sea este filósofo-político. El estado de derecho es muy anterior al debate sobre la “teoría del dolo” y la “teoría de la culpabilidad”.

El error categorial que señalo es atribuible a una trampa lingüística que conduce a problemas conceptuales y termina por contaminar las relaciones personales. No hay manera de debatir sobre hechos evidentes que no conduzca a la creencia de que nuestro interlocutor subestima nuestra perceptividad, inteligencia, buena fe y, en última instancia, nuestra cordura. Lo que no advertimos a veces es que la “teoría del dolo” lleva consigo una infinidad de presuposiciones conceptuales cuya “realidad” y “verdad” damos por supuestas. La labor dogmática en materia penal consiste en procesos de abstracción que apuntan a ordenar, sistematizar y conferir significado a otras abstracciones, y éstas son las de las reglas y principios legales. Estos principios y reglas legales, por último, apuntan a constituir razones para hacer o creer 11 determinadas cosas que sí son, de alguna manera, reales. Son reales en el sentido de ocurrir en el mundo que nos rodea y afectar nuestro comportamiento. En casos extremos, coincidir o no coincidir con alguien en el plano dogmático puede, como cualquier expresión de nuestra mente, revelar perversiones y espíritus aviesos. Pero estos casos son excepciones improbables. La infinita mayoría de nuestras coincidencias y de la ausencia de éstas sólo pueden comportar un desafío a nuestra capacidad mental de elaborar ideas. Este campo no es ajeno a las fricciones interpersonales.

Si he sido claro, el contraste es evidente. Con el debate, Bohr y Heisenberg trasponen la brecha que la guerra ha abierto entre los dos. La discusión los acerca en un mundo en el que ideologías totalitarias y los dilemas morales obstaculizan las relaciones interpersonales. En el caso de los penalistas observamos el proceso inverso. Es el debate –real o posible– el que los aleja en un mundo que en los últimos tiempos ha brindado un escenario para discutir cercano al ideal. El obstáculo es ahora la misma discusión.

Admito que mis opiniones pueden haber idealizado el debate sobre ideas. Hay autores que piensan que no hay manera de discutir sobre algo sin discutir también, en cierta manera, la clase de relación que mantenemos con nuestro interlocutor 12 . Esta tesis, por cierto nada inconvincente, explicaría el hecho de que el mundo de la discusión de ideas no es un mundo impersonal. Heisenberg y Bohr pueden haber permitido que se filtrarse en la discusión sobre protones y neutrones su amor propio y el miedo de haber conducido investigaciones estériles o, peor aún, estar sirviendo una causa moralmente repugnante. Lo cierto es que estas emociones no invalidaron el tenor central de sus conversaciones y parecen haber producido un salto cualitativo en las ciencias duras. Es el valor de la discusión abierta lo que me ha empujado a escribir estas líneas, aunque, como soy en alguna medida un penalista, ellas también pueden ser interpretadas como una franca demostración de franca hostilidad.

Noviembre del 2002.

Notas

  1. Copenhague, Anchor Books, 1998, p. 96.
  2. Michael Frayn, op. loc. cit.
  3. Esta posición, llamada por lo general constructivismo, cuenta entre sus filas a autores tales como John Rawls, Jüergen Habermas y, en la Argentina, Carlos S. Nino.
  4. Alberto Bovinoy Christian Courtis, Por una dogmática conscientemente política, en “Anuario de Filosofía del Derecho”, t. XVII, 2000.
  5. Ver Carlos Rosenkrantz, The Epistemic Theory of Democracy Revisited, en Delibertive Democracy and Human Rights, Harold Hongu y Ronald C. Slye (eds.), Yale, 1999, ps. 235 y siguientes.
  6. Enrique Bacigalupo, Derecho Penal. Parte General, Ed. Hammurabi, 1987, p. 97. Hans Welzel, Das Deutsche Strafrecht, 11ª ed., Walter de Gruyter & Co. Berlín, 1969, p. 60.
  7. Bacigalupo, op. cit., p. 97. “Los puntos de vista de la ciencia que se ha elaborado sobre los derechos positivos deben tomarse también en consideración, porque han sido configurados de la práctica social del derecho penal vigente”.
  8. Marcelo Sancinetti elude muchas trampas lingüísticas que atrapan frecuentemente a sus colegas, Sistema de la teoría del error en el Código Penal argentino, Ed. Hammurabi, 1990, ps. 6-7.
  9. Sancinetti, op. cit. ps. 6-7.
  10. Ver The Curious Enlightment of Professor Caritat: A Novel, Steven Lukes, Verso Press, 1995. Creo que este libro es altamente recomendable aunque no para penalistas sino para filósofos políticos.
  11. He agregado creer porque pienso que hay ciertas manifestaciones del derecho que apuntan más que nada a generar creencias: la condena (y la absolución) en materia criminal apuntan a convencer sobre cómo fue el pasado.
  12. Respecto de este tema, ver Paul Watzlawick, Pragmatics of Human Communication: A Study of Interactional Patterns, Pathologies, and Paradoxes, W. W. Norton, ps. 51 y siguientes.

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