Por Luis Arroyo Zapatero
Aprendí de mi maestro, don Marino Barbero Santos, que el primer deber de un universitario español que pisa tierra americana es proclamar un profundo agradecimiento por la hospitalidad prestada a nuestros predecesores cuando en el momento más terrible de la vida española, el de la guerra civil y del genocidio político que siguió a ésta, lo mejor de la intelectualidad universitaria republicana, lo que se ha llamado la Edad de Plata de la Ciencia y de la Cultura española, pudo encontrar amparo en las tierras y pueblos de la América hispana.
Sólo mencionaré algunos destacados ejemplos, que fueron acogidos por la Argentina:
Manuel de Falla, muerto en Córdoba junto a su reloj de living ajustado siempre a la hora de España. Claudio Sánchez Albornoz, junto con Américo Castro, el más relevante historiador español del siglo XX.
Lorenzo Luzuriaga, catedrático de pedagogía, diseñador de la nueva escuela pública y de la renovación pedagógica. Acogido primero por la universidad de Tucumán y luego por la de Buenos Aires hasta su muerte en 1959.
Francisco Ayala, profesor de derecho político, sociólogo y literato, bandera del mejor optimismo antropológico, pues todavía hoy, para gozo de todos, pasea con elegancia sus años por las 102 años por la calles de Madrid.
Rafael Alberti que dividió por mitad sus cuarenta años de exilio entre Buenos Aires y Roma.
Pio del Río Ortega, mi paisano de Valladolid, sucesor de Cajal.
Juan Cuatrecasas, catedrático de patología de Barcelona, acogido en La Plata y luego en la Universidad Argentina Kennedy como director de la Escuela de Postgrado, fundador de la carrera de psicología en Argentina.
Y, por último, deseo evocar a quien para mí como penalista es el principal de todos: Don Luis Jiménez de Asúa, catedrático de la universidad de Madrid, patriarca de la ciencia penal iberoamericana, diputado socialista en las cortes constituyentes de la república y presidente de la comisión constitucional, profesor de las universidades de La Plata y de Buenos Aires, muerto en esta ciudad en 1970, siendo presidente de la República española en el exilio. Y para que una vez más la gran fama de uno no oculte la del hermano debo mencionar también a Felipe Jiménez de Asúa, catedrático de medicina, acogido también durante toda su vida en esta tierra.
Aquélla hospitalidad brindada por los argentinos de hace más de 60 años permitió sobrevivir “transterrados”, en palabras de León Felipe, a toda esa pléyade de intelectuales que pudieron continuar su obra en América, creando escuela aquí y permitiendo así que nuevas generaciones de españoles pudieran recuperar la vinculación de España con los maestros, dando continuidad de este modo en ambas orillas del océano al gran patrimonio científico y cultural que representaron.
Don Luis no sólo merced a ese apoyo ayudo en todo a sus amigos y discípulos, como Blasco Fernández de la Morera y a Manuel López Rey, sino que puedo amparar a los exiliados de la siguiente generación de españoles malditos, como el insigne Don Manuel de Rivacoba y Rivacoba, tan querido de mi Maestro y de Raúl Zaffaroni, cuya obra científica, académica y humana hemos disfrutado en Argentina, en Chile y, recuperada la Democracia en España, y que ha sido glosada muy orteguianamente por Matias Bailone.
Yo mismo me reclamo y me explico cómo eslabón de esa continuidad. Don Luis Jiménez de Asúa, en Madrid y después en Buenos Aires, José Antón Oneca, que permaneció en Madrid entre campos de trabajos forzados y destierros, Marino Barbero Santos que se sumó a él en la Universidad de Salamanca de finales de los 50 y quien les habla, junto con Ignacio Berdugo y Juan Terradillos, que aprendimos con él en la Universidad de Valladolid de los primeros 70, para encontrarnos, cumplida esa década con los discípulos americanos de don Luis, forzados también a exilios a orillas del Rhin, en las Universidades de Bonn y Colonia, donde conocimos y trabamos amistad con Julio Maier, Leopoldo Schiffrin, Enrique Bacigalupo, Roberto Bergalli, Gladis Romero, Esteban Righi y tantos otros queridos colegas.
Fue de la mano de mi maestro Marino Barbero también de quien conocí a quienes aguantaron la dictadura en el exilio interior, como a David Baigún, Pedro David y a Raúl Zaffaroni al que Don Marino calificaba hace 40 años de un joven titán, el más prometedor de los jóvenes penalistas iberoamericanos. Algo más tarde conocí a quien hoy es la defensora General de la Nación Stella Maris Martínez, José Saez Capel y a Luis Niño.
Puede verse así con claridad la cadena genética y la traza del ADN que se origina en don Luis y que se hace posible gracias a la generosidad de la Argentina de su tiempo.
Precisamente en representación de los argentinos solidarios de aquellos años quiero evocar hoy aquí: a Natalio Botana, director de ‘Crítica’, por su apoyo constante a la República Española y a los exiliados varados en el puerto de Bs As en el barco…. , inclusive a su caballo ‘romántico’, quien al ganar en aquellos días el gran premio del Hipódromo de San Isidro permitió a su dueño poner aquel dineral al servicio de aquel grupo de exiliados; también a quienes integraron la comisión argentina para apoyar a los niños españoles: Marcelo Torcuato de Alvear, ex presidente radical; Alfredo Palacios, primer diputado socialista de América; José Peco, catedrático de derecho penal y dirigente de la Unión Cívica Radical, Mariano Castex, médico y profesor universitario; Saavedra Lamas, primer premio nobel de la paz argentino y ex canciller de la República. Al pleno de la Federación Universitaria Argentina (FUA), y a quien hizo posible los esfuerzos de los demás, al presidente Ortiz, que además de esta buena obra en pos del exilio español, merece ser recordado como el único político de la historia que ha resignado el poder por perder vista.
Cumplido este agradecimiento quiero proceder al que se corresponde con la mayor honra académica que puede recibir un universitario profesional, el doctorado honoris causa que me confiere la Universidad de Morón.
Gracias Rector Magnífico, Hector Horacio Porto Lemma, gracias al claustro académico, al Decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Bruno Corbo, y al profesor Javier Ignacio Baños.
Gracias por su Laudatio y su amabilidad al Profesor Raul Zaffaroni, Catedrático Emérito de Derecho Penal de la UBA y de Criminología en la Facultad de Psicología de la misma y Magistrado de la Corte Suprema de la Nación, en la que desarrolla una labor histórica de renovación del ordenamiento jurídico argentino, también con gran relevancia internacional, y que ha cumplido con creces los augurios de Don Marino.
Sé bien lo que significa este honor. Durante 16 años he impuesto el birrete laureado a no pocos académicos y hombres de cultura, sirvan por ejemplo Don Juan de Borbón, augusto padre de Su Majestad el Rey, José Saramago o Umberto Eco, Giuliano Vassalli o Pedro Almodóvar. No lo hice con Zaffaroni, pues lo llevó a cabo quien me sucedió Don Ernesto Martínez Ataz, en Toledo, en la nave de la Iglesia hoy Paraninfo de la Universidad de Castilla-La Mancha, sede en su tiempo de los Dominicos, sede, por tanto, del disco duro de la Inquisición Española, con una Laudatio pronunciada por José Ramón Serrano Piedecasas, precisamente sobre la lápida de la tumba de un gran inquisidor, y bajo la mirada en alabastro del bulto de Garcilaso de la Vega, el Petrarca español.
A todos les estremeció la emoción con la compleja liturgia universitaria medieval española que culmina con el “abrazo de fraternidad de los que se honran en convertirse en hermanos y compañeros”. Una liturgia de la que ustedes los argentinos tuvieron que prescindir hace casi un bicentenario.
Y si a los sabios estremeció el doctorado, imagínense cómo puedo sentirlo y agradecerlo yo, que no soy más que un universitario de oficio y con poco genio. Estén seguros de que corresponderé a esta distinción, con cierta inevitable vanidad, pero, sobre todo, con mi más ferviente compromiso de colaboración con el claustro académico de esta Universidad a la que me honro ya en pertenecer.
Y como primera tarea me propongo dirigirles unas palabras, a profesores y estudiantes en tiempos de reforma universitaria y de inquietudes por el porvenir profesional de los jóvenes. Y lo hago muy gustosamente, pues al núcleo esencial de la vocación de profesor universitario corresponde no solamente transmitir los conocimientos de la especialidad, sino también el incorporar en los jóvenes las habilidades para la propia vida, para actuar con conciencia y responsabilidad como profesionales y como ciudadanos.
En primer lugar suele atenazar a los estudiantes, sobre todo si se acercan al momento de concluir sus estudios, una alta inseguridad en si mismos y en sus conocimientos. En verdad suelen creer los jóvenes que poco o casi nada han aprendido en las aulas universitarias, y, a su vez, los profesores tendemos a creer que todo lo que hoy sabemos lo aprendimos ya entonces, pero no es así. A lo largo del tiempo de la formación se van acumulando en los diferentes pliegues del cerebro los datos, los conceptos, los mecanismos de relación, y todo aquello que en una suerte de suma cibernética de serie de datos y protocolos permitirá al egresado afrontar los hechos y retos de su profesión. Lo explica divinamente la primera mujer que llegó a ser catedrática de el Colegio de Francia, Jacqueline de Romilly en un maravilloso libro titulado El tesoro de los saberes olvidados, cuya lectura les recomiendo vivamente. Pero como no creo que me hagan mucho caso, les daré una explicación con términos más cercanos a nuestro tiempo: en realidad la cabeza funciona como un buen computador, como una caja dotada de un sistema de almacenamiento de datos y protocolos de lectura e interrelación de unos datos con otros, y lo mismo que hacemos con el computador, los jóvenes en sus años de estudio van cargando datos en la cabeza, entendiendo por tales no sólo los números y los hechos, sino también las sensaciones. Esas sensaciones son los protocolos que hacen correr los diferentes datos y programas incorporados y son las que, cuando llega el momento de enfrentarse al primer problema de la profesión, harán que la cabeza responda con el saber hacer. Sepan esto para reducir la ansiedad de los jóvenes y para afrontar el futuro con más seguridad.
La segunda actitud no positiva que suele acompañar a los estudiantes es la poca fe en sí mismos y en la sociedad en la que viven. Bien es cierto que hay periodos de la vida de un país que no estimulan el que sus jóvenes crean en sí mismos como país, es decir, como ciudadanos. Y por si esto fuere útil para las tareas docentes de Uds., permítanme que les traslade mi experiencia personal, como antiguo joven que creció en un ambiente intelectual marcado por la terrible sentencia y constatación de Antonio Machado: Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, que una de las dos Españas habrá de helarte el corazón. Y eso no era lo peor.
Lo peor era que desde el fracaso de la Constitución de 1812, que fue la Constitución común de las Españas de ambos lados del océano y de la que pronto se cumplirá su bicentenario, lo mismo que de la inmediata independencia, toda la historia de España del XIX y XX no daba más que para el pesimismo y para no creer en el país. En realidad todo fue mal y lo que es más grave, el diagnóstico que del problema de España dieron los creadores de opinión, que entonces lo eran los “intelectuales”, fue rotundamente catastrófico. El historiador contemporáneo Santos Juliá ha sintetizado los sucesivos diagnósticos del problema de España en un solo título: “anomalía, dolor y fracaso de España”.
Don Juan Valera, el gran novelista e historiador fue quien acuñó el diagnóstico de España frente a Europa como una anomalía. Los integrantes de la Institución Libre de Enseñanza, el más importante movimiento regeneracionista intelectual y educativo de este tiempo podía describir el panorama como el problema de “una raza enflaquecida, moral y físicamente débil, improductiva y visionaria”. No me resisto a transcribir la descripción que Lucas Mallada hacía de las cualidades de nuestros políticos a fines del XIX: “… la más crasa ignorancia, la osadía, el espíritu de discordia y rebeldía, su inmensa soberbia, la veleidad y ligereza, su aturdimiento, la ingratitud y la doblez, su ambición ilimitada. En resumen -decía- unas nación desventurada, que tiene en su base un pueblo de alucinados hambrientos y a su frente a políticos dedicados a provocar y devolver violentos ataques, a sostener utopías y delirios, socavar honras ajenas, embrollar las cuestiones, aprovechar descuidos, proyectar conjuras y a triturar al adversario”.
El gran Miguel de Unamuno, ya incursos en la crisis de la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898 sentenció: “somos una raza canija, de políticos infames”. Nuestro filósofo más universal de los años 30, que en la Argentina encontró más seguidores que en ninguna otra parte del mundo, Don José Ortega y Gasset, superando la descripción física afirmó, tras contemplar el pasado, que España no era otra cosa que “un dolor enorme, profundo y difuso”. Tras la derrota de la república en 1939 y hasta el final de los 70, todos, desde los viejos republicanos en el exilio como los citados antes, hasta los jóvenes universitarios del 68, podían reconocerse en el diagnostico de Pierre Vilar, el maestro francés de la mayor parte de los cultivadores actuales de nuestra historia contemporánea: “España es un fracaso, de siglo y medio”.
En definitiva, como para que un joven estudiante de la España de cualquiera de aquellos 150 años pudiera creer en sí mismo y como ciudadano, y ser presa del optimismo para iniciar su vida profesional.
Pero si este discurso lo escucharan los estudiantes de cualquier universidad española actual, la reacción no sería el aplauso fervoroso, sino el más profundo estupor, pues los españolitos de hoy que han nacido y se han criado en la democracia construida a partir de 1977, creen firmemente que el estado natural de los españoles es la libertad, el Estado de Derecho, el bienestar social, incluidos los viajes y becas para estudios en las universidades europeas y la ayuda para el alquiler de la vivienda. Sólo empaña su optimismo, precisamente, la inseguridad en las perspectivas inmediatas de su inserción en el mercado de trabajo profesional.
Y es que la España de hoy no se reconoce en absoluto en cualquiera de los diagnósticos históricos que he enunciado. Más bien lo que caracteriza a los españoles de hoy es la conciencia de ser lo que siempre nuestros predecesores habían querido ser: un país europeo como los demás, con libertad cívica, democracia, tolerancia y progreso social.
Son muchos los factores que ha llevado a la sociedad española a la situación actual, pero creo que el más relevante es el de que más de una entera generación en sentido orteguiano decidió creer en sí misma y, también como fruto de la terrible experiencia del pasado, incorporar a su ADN la prevalencia de la libertad sin ira, el valor de la tolerancia y del pacto, la responsabilidad individual y colectiva, la procedencia de un sistema fiscal justo y universal que proporcione recursos al Estado.
Me embarga una profunda emoción comprobar y proclamar que nada queda en la España actual del nacionalismo español, de nostalgia del imperio, de la estólida pretensión de superioridad ante Europa, de la intolerancia religiosa gestionada desde el Estado, provocadora de un radical anticlerelalismo, en definitiva, nada queda de los viejos demonios familiares. Si algo queda de aquello es el fanatismo fundamentalista de la organización terrorista ETA, cuya pervivencia contribuye a dificultar aún más la vida de la sociedad vasca, escindida en dos mitades, los nacionalistas y todos los demás.
Y me gustaría compartir con ustedes las dos ambiciones que los españoles de hoy pretendemos realizar: estar en Europa y estar en América.
En primer lugar la ambición de estar en Europa, y si se quiere precisar, en la vieja Europa, la que con todas sus imperfecciones y momentos de flaqueza representa el patrimonio cultural de los derechos humanos y del orden social justo. Como había proclamado Ortega y Gasset frente a los tradicionalistas, Europa no era el problema de España, sino su solución. Y así lo recordó el presidente Felipe González el día de la firma del tratado de nuestra integración en la Unión europea en 1985.
El hecho político de la integración en la Unión europea ha tenido efectos extraordinarios en la conciencia española, pero las consecuencias en la esfera económica lo han sido también, a pesar de que él mercado único comportó en los primeros años elevados costos sociales. Hoy ya no existen las empresas que hacían de la bandera nacional la excusa para el proteccionismo estatal de su ineficiencia. Inclusive ha dado comienzo el desmantelamiento de la sistema de subvenciones a la producción agrícola, que comienza a verse sustituido por un sistema de ayudas a la vida rural y al medio ambiente que abrirá el mercado europeo a la producción agrícola internacional y especialmente latinoamericana.
Un país que cree en sí mismo tiene que tener una idea de cómo contribuir al concierto internacional y, así, en el plano europeo deseamos contribuir a romper la llamada paradoja europea: Europa es un gigante económico y un enano político en la esfera internacional. Y ese es un déficit que pagan los que en la vida de este planeta necesitan y esperan solidaridad y todos los que tenemos la firme convicción de que resulta necesario una suerte de gobierno del mundo que necesariamente ha de ser de base multilateral. Además, creemos que podemos prestar una buena contribución a la relación directa entre América Latina y Europa, complementaria a la natural del continente que va desde Alaska hasta la Patagonia y que brinda a Latinoamérica una oportunidad añadida de desarrollo político y económico, que favorecerá la integración regional y dará fuerza para superar los efectos de la que se llamó “década perdida”.
Y la razón que los españoles tenemos para pensar que tal puede ser nuestra contribución al concierto de las naciones y como nexo de unión entre Latinoamérica y Europa no se encuentra en la vieja idea de la patria común o de la madre patria, sino en la pertenencia a lo que Carlos Fuentes ha acuñado desde hace más de cuarenta años y que proclamó tenazmente en el año de celebración del IV centenario de la publicación del Quijote de Miguel de Cervantes: pertenecemos al territorio común de La Mancha. Y es que la lengua, como soporte cultural de datos y sensaciones, es territorio y tesoro común de los 400 millones de hispanohablantes. Todo ello, más allá de cualquier pretensión nacionalista o de mezquino casticismo, se puede convertir en el santo y seña de toda la comunidad iberoamericana, acuñada por el uso de la lengua castellana y por el signo del mestizaje.
Y así, una de las cosas que podemos hacer y estamos haciendo es la red de universidades y portal que llamamos “Universia”, un portal que agrupa y pone en red a mas de 850 universidades latinoamericanas, entre ellas la nuestra, y a una impresionante gama de cursos de formación, así como el portal hermano de la “Biblioteca virtual Miguel de Cervantes” que hace hoy realidad algo que es hoy sólo un sueño en el mundo anglosajón: la puesta a disposición de cualquiera en cualquier lugar con una terminal telefónica de más de diez mil obras literarias y documentos históricos en español, que en este momento sirve más de doscientas mil páginas diarias.
Especialmente como cultivadores de las ciencias penales desarrollamos también dentro de esta red de universidades el “portal iberoamericano de ciencias penales”, que agrupa en este momento en su comité directivo y editorial a más de 100 profesores de todos los países iberoamericanos y cuenta con más de 2.000 artículos y documentos científicos.
A este compromiso pertenece también la acción horizontal, común, y cómplice con lo colegas de Argentina y los demás países de América para garantizar la presencia del mundo iberoamericano en las organizaciones científicas internacionales, así como la directa cooperación entre todos nosotros con aquellos países de nuestro mundo hispano que se encuentran en situaciones de dificultad. Este es el caso del trabajo que bajo la dirección del Prof. Zaffaroni realizamos en apoyo de la evolución jurídico penal para Bolivia, o el apoyo permanente al desarrollo democrático en Guatemala.
Es posible que mis palabras pudieran parecer a algunos inspiradas por algún fatuo optimismo, pero bien puedo asegurarles que mi optimismo se asienta en mi experiencia personal, intelectual y política como españolito que al tiempo de mi graduación creía firmemente en que mi país no tenía solución – “dolor, anomalía y fracaso de España”- y contrasto con ello nuestra realidad presente. Ello es la fuente de mi optimismo, así como lo es también el contraste entre la miserable realidad política latinoamericana de aquellos años con la presente, en que por vez primera en la historia el conjunto de la tierra firme del continente vive en democracia, con todas sus imperfecciones, pero sin “Tiranos Banderas” que nos domeñen.
Una América y una Argentina con un gran presente y cargadas de futuro.
Muchas gracias por su generosidad y por su atención.
Morón, Buenos Aires, 31 de marzo de 2008.
(*) Lectio doctoralis del Prof. Dr. Dr. H.C. Mult. Luis Arroyo Zapatero, durante la ceremonia de investidura como doctor honoris causa de la Universidad de Morón. 31 de Marzo de 2008, Morón.