Por Eduardo Galeano
Cada año, los pesticidas químicos matan a no menos de tres millones de campesinos.Cada día, los accidentes de trabajo matan a no menos de cinco mil obreros.
Cada minuto, la miseria mata a no menos de veinte niños menores de cinco años.
Estos crímenes, cuyas cifras provienen de las estimaciones más moderadas, figuran en los informes de diversos organismos internacionales, pero no tienen publicidad. Son actos de canibalismo autorizados por el orden mundial. Como las guerras.
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Mucho cuidado: los delincuentes andan sueltos. Pero los más temibles no son los que provocan la histeria pública y dan de ganar millonadas a los fabricantes de alarmas, a las empresas que venden seguridad privada y a la prensa que vende inseguridad pública.
No: los peligrosos de veras peligrosos son los presidentes y los generales que destripan gentíos, los reyes de las finanzas que secuestran países, los poderosos tecnócratas que roban salarios, empleos y jubilaciones.
Todos somos sus rehenes.
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Clarence Darrow, inventor del difundido juego de mesa “Monopolio”, fue quien mejor supo definir a quienes habitualmente aparecen en las páginas policiales de los diarios: “Criminal es la persona con instintos predatorios que no tiene suficiente capital para fundar una gran empresa”. Mi país, el Uruguay, está en la ruina. Ha sido desvalijado por los banqueros, no por los punguistas. Pero la ley castiga con la misma pena mínima, dos años de prisión, al punguista que mete la mano en el bolsillo de un pasajero en el ómnibus y al banquero que roba mil millones de dólares. Y la pena máxima del punguista duplica la del banquero.
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Para los que mandan, no hay “tolerancia cero”. La exitosa receta de Rudolph Giuliani, nacida para limpiar de delincuentes las calles de Nueva York y vendida en el mundo entero, no se equivoca nunca. Aplica siempre hacia abajo, jamás hacia arriba, la mano dura y el castigo preventivo, que viene a ser algo así como la versión policial de la guerra preventiva. Convierte la pobreza en delito, y atribuye una “conducta protocriminal” sobre todo a los pobres de origen africano o latinoamericano, que son culpables mientras no prueben su inocencia.
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En muchos países, se puede ir preso por portación de piel. En los Estados Unidos, por ejemplo. Dentro de las cárceles, hay cuatro negros por cada diez presos. Fuera de las cárceles, hay un negro por cada diez habitantes.
También es peligroso ser pobre. Se puede morir ejecutado. Hace más de dos siglos, se preguntaba Thomas Paine: “¿Por qué será tan raro que ahorquen a alguien que no sea pobre?”. La pregunta sigue ahí, aunque se haya cambiado la horca por la inyección letal. En Texas, pongamos por caso, la pobreza de los que cada año marchan al muere no sólo está en las estadísticas. La ausencia de ricos en el patíbulo se revela hasta en la última cena: nadie elige langosta o filet mignon, aunque esos platos están en el menú de despedida. Los condenados prefieren decir adiós al mundo comiendo hamburguesas con papas fritas, como es su costumbre.
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De todas las formas de ejercicio profesional del asesinato, la guerra es la que ofrece la más alta rentabilidad. Y la guerra preventiva es la que brinda las mejores coartadas: como la “tolerancia cero”, castiga a los más indefensos no por lo que han hecho o lo que hacen, sino por lo que pueden haber hecho o podrían hacer.
El presidente Bush no puede patentar la guerra preventiva. Otros la habían inventado antes. Algunos casos que no pertenecen al pasado remoto: Al Capone envió mucha gente desde Chicago al otro mundo porque más vale prevenir que curar, Stalin aplicó sus purgas por las dudas, Hitler invadió Polonia proclamando que Polonia podía invadir Alemania y los japoneses atacaron Pearl Harbor porque podían ser atacados desde allí.
“Nos imponen la guerra”, decía y repetía Hitler mientras llevaba adelante su aventura criminal. La mayoría del pueblo alemán le creyó y lo acompañó. También la mayoría del pueblo estadounidense creyó que Saddam Hussein era coautor del once de setiembre, y que en cualquier momento podía arrojar una bomba atómica en la esquina de casa.
No han cambiado los discursos del poder guerrero. Siguen repitiendo lo mismo: el Mal nos obliga a defendernos.
Irak no amenazaba la paz mundial en la realidad, pero sí en los discursos de Bush, Blair y Aznar. Las verdaderas armas de destrucción masiva resultaron ser las palabras que inventaron su existencia. Mataron a miles. El científico David Kelly ha sido su víctima más reciente.
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Donald Rumsfeld había definido a Irak como “un laboratorio para guerras futuras”.
Make war, not love: mientras anda por el mundo predicando la abstinencia sexual, el presidente Bush proyecta nuevas hazañas bélicas.
Como a nueve presidentes anteriores, Cuba lo tiene con la sangre en el ojo. Refiriéndose a Cuba, advirtió, hace poco: “La mejor forma de proteger nuestra seguridad es salir al encuentro del enemigo antes de que el enemigo venga”. El presidente, especialista en plagios involuntarios, estaba repitiendo una frase de Stalin: “Debemos eliminar a nuestros enemigos, antes de que nos eliminen ellos”. El concepto era de Al Capone: “Mata antes de que te maten”.
La prueba de que Cuba es un peligro está a la vista, en los cines del mundo. En su película más reciente, James Bond, siempre perseguido por las bombas y los biquinis, penetró en La Habana. Y allí descubrió una clínica secreta, de alta tecnología, dedicada a reciclar terroristas.
Pero otras pruebas hay, igualmente irrefutables, contra otros países, y larga es la lista de candidatos. ¿Cuál será la próxima víctima del homicidio masivo disfrazado de acción humanitaria? Quién sabe. Corea del Norte, Siria, Irán? El presidente no lo tiene fácil. A favor de Irán opera una razón, una tentación, de mucho peso: allí yace la segunda reserva mundial del gas natural, y eso se necesita con urgencia. Como el petróleo de Irak, el gas jamás será mencionado por los invasores, si Irán resultara ser el país elegido.
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Alerta, peligro: al paso que vamos, los humanitos podríamos llegar a correr la misma desgraciada suerte de las muchas especies ya desvanecidas de la faz de la Tierra.
Ocurre que el presidente del planeta tiene, como James Bond, licencia para matar. Y con más razón: él encarna el Bien por mandato divino.
El Bien no puede ser juzgado. Un tribunal internacional de Justicia debe ocuparse de los crímenes de guerra de Milosevic o de Saddam Hussein, que para eso está, pero los instrumentos de Dios son intocables.
Como todos los delincuentes, los arcángeles blindados necesitan impunidad para trabajar sin sobresaltos que les amarguen la vida.
Para garantizar la impunidad de la guerra preventiva, nada mejor que una ley preventiva. La firmó el presidente Bush, el 2 de agosto del año pasado, después de ser aprobada por las Cámaras de diputados y senadores. Lleva el número 107-206, y se llama Service-Members Protection Act.
Esta ha sido la respuesta oficial a la amenazante creación de la Corte Penal Internacional. La ley prohíbe detener, procesar o encarcelar a los militares estadounidenses, y también a sus aliados protegidos, “especialmente cuando operan en el mundo para proteger los vitales intereses nacionales de los Estados Unidos”. Y autoriza al presidente “a usar todos los medios necesarios y apropiados para liberarlos”. No se establece ninguna limitación al uso de esos medios.
A la vista de la experiencia histórica y de la realidad presente, eso significa que la ley permite invadir Holanda. Si los jueces de la Corte Penal Internacional se portan mal, será legalmente posible el envío de tropas a la ciudad de La Haya, para rescatar a quienes hayan caído en sus manos.
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Un par de versos de Calvin Trillin:
Dios no ha creado ninguna nación
que no merezca nuestra invasión.
Eduardo Galeano, 2003. Página/12.
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