domingo, 13 de mayo de 2007

Entrevista a Raúl Zaffaroni de "El Anartista"


ABRAPALABRA: entrevista a Raúl Zaffaroni

Raulito o Su Señoría

Entrevista: Cristina Caamaño y Gabriela Stoppelman

Desgrabación: Gabriel Pensado / Edición: Gabriela Stoppelman


"Todavía recuerdo la primera vez que tuve que ir al edificio de Tribunales de la ciudad de Buenos Aires en compañía de un cliente. El llamado "palacio" de tribunales es, para empezar, un edificio tan peculiar que si uno ingresa a él y sube un solo piso, ya se encuentra en el tercero (la absurda explicación es que como el edificio tiene dos subsuelos, a la planta principal se la llama "segundo")”

- Alejandro Carrio, “¿Será justicia?”, Capítulo 1.

Si uno tiene una cita en el palacio de justicia, primero no debe pederse la experiencia de un cafecito en el bar de las esquina. Allí todo el mundo hace que desayuna, pero las medialunas se tragan sin masticar y a nadie le duran más de dos bocaditos. Sin excepción, trajes adheridos a las siluetas para los hombres, pelo lacio y ropa sin estampas para las mujeres. Cada tantas mesas, un muchacho con jean o una mujer de paso marcan la diferencia: toman, comen, leen o repasan algún trabajo a dulce velocidad. Son un alivio para la mirada que, sin embargo, recibe demasiado estímulo de cuerpos y voces y entonces gira hacia la ventana. Allí afuera no hay descanso. Estamos en la intersección de cuatro esquinas, un espacio estrecho que no respira ni siquiera con el escaso verde de la plaza. La aceleración es la protagonista: las manos se aferran a las carpetas porque allí están las pruebas y los documentos, los escritos que pueden fabricar verdades, culpables e inocentes. Los codos aprietan fuerte carteras y portafolios contra las cinturas y las piernas, porque allí van las billeteras, los restos de los sueldos, las cédulas de identidad para no perderse, las llaves para no quedar en la calle; en fin, las pertenencias que podrían tentar a alguien en una multitud tan llena de civiles y policías. Después la mirada, con la excusa de revolver el café, regresa al bar. Y, de golpe, sube y encuentra sobre las paredes las fotografías que garantizan una historia de la justicia, vea, que aquí no se ha llegado así como así. Mire, usted, ese hombre con bombín y guantes, allá por el año 1916, ya discutía con su cliente en las escalinatas del palacio; aquel otro ya se atrevía a posar triunfante a la salida de un veredicto favorable. Preste atención, el de la primera foto, ¿no es el mismo que está sentado en la mesa frente a usted? Sí, ya sé, el del retrato es más viejo que el de la mesa, pero eso no es más que una incongruencia del tiempo. Vea, ahora: se pone de pie, saluda al mozo. Su rostro se relaja y sonríe franco. En este momento podríamos nombrarlo: “Alberto”, “Juan” e incluso “Pepe”,en un ata que confianzudo. Nosotras también nos levantamos, vamos a seguirlo. Usted no se quede, venga. Sorteamos una ola de apurados y lo vemos ascender las escaleras del palacio. Se detiene, conversa con otro hombre de traje. De perfil es igual al de la fotografía, pero no se parece en nada al Alberto Juan Pepe que hablaba con el mozo. Ahora se ha transformado y puede ser el Dr Pérez, Jaimovich o Meltussian. Y es tan igualito al de las paredes del bar.

Lo perdemos entre doctores y Licenciados y secretarias. Lo perdimos, justo cuando el Dr Pepe hubiese podido indicarnos cómo llegar al cuarto piso. Allí está el despacho de Raúl Zaffaroni o el de Su Señoría.

Síganos: si usted quiere llegar al segundo piso, relájese, pregunte, encuentre por qué hueco debe entrar para toparse con el ascensor correcto. Una vez allí, pida que lo lleven al cuarto. Es así: usted quiere ir al segundo, pida que lo lleven al cuarto. Ellos lo van a entender. En esta arquitectura no hay lógica, no malgaste su tiempo. Hágame caso, no se va a extraviar

…¿que por qué lo trato de usted? No sé, ¿usted no es doctor o licenciado? Entonces, te llamo por tu nombre, ¿cómo te llamabas?

El graduado

Hay que esperar. Llega tarde porque está en el acuerdo. ¿En qué? En el acuerdo, la reunión de los miembros de la Corte. Ahhh. Tenemos que esperar, de la mitad del pasillo para la derecha. Si te paras de la mitad para la izquierda, viene un señor guardia y te ubica en el lado permitido. Es un Señor guardia, nada de Pepe con él.

Ya adentro, el ambiente pierde tensión. Las secretarias o asistentes sonríen, hablan de Raúl, que ya nos espera en el despacho. Pero primero, tranquilo, pausado y cortés, nos recibe su Señoría. Atento, (atentísimo), la mirada jamás se pierde de su interlocutor. Expresivo, expresivísimo, fuma un cigarrillo finito (muuy finito) tras otro y no deja de hacer hablar a sus brazos, a sus gestos, todo el cuerpo responde.

A: Hay un dicho que dice comprender es perdonar, ¿qué es para usted comprender? ¿Qué es perdonar?

RZ: Comprender, en definitiva, es asimilar valores. Conocer, pero no sólo conocer intelectualmente, sino introyectar Todo lo que sea valorativo se comprende. No basta con explicarlo o describirlo

A: ¿Valores de quién?

RZ: Si me voy a Samoa, como Margaret Mead, puedo describir los valores de la cultura de Samoa, pero Margaret Wood no vuelve a Nueva York y se comporta como una samoana. Sigue comportándose como es. Si no se incorpora a la cultura no la comprende.

A: Usted está hablando de valores generales, valores sociales.

RZ: Sí, valores culturales.

A: El problema es con la singularidad de cada individuo. Supongamos que usted como juez se encuentra frente a un caso, ¿hasta qué punto es posible conocer los valores particulares de esa persona que está enfrente y sobre la cual hay que decidir?

RZ: No sé hasta qué punto puedo yo meterme en los valores de la persona. Sí puedo valorar motivación. Una motivación es más o menos aberrante conforme a valores. Meterme en los valores de las personas, como juez, yo no puedo hacerlo.

A: Para juzgar la vida de una persona no habría que estar…

R Z: No juzgo la vida.

A: ¿Y el hecho?

RZ: El hecho, sí. Pero la vida no.

A: Y para juzgar el hecho, ¿se lo puede juzgar aisladamente de los valores de quien los cometió?

RZ: Es difícil. Pero hay que hacerlo. No puedo permitirme pensar que estoy juzgando la vida de otro ciudadano.

A: ¿Y juzgar un hecho aislado no es también injusto?

RZ Un hecho aislado, en tanto sea lesivo, no.

A: ¿Y qué se considera lesivo?

RZ: Que afecta al derecho de otro.

A: ¿Por ejemplo?

R Z: Darle un hachazo en la cabeza.

A: Sí, eso es bastante claro, hay casos menos contundentes.

RZ: ¿Por ejemplo?

A: Robar, por necesidad o no.

R Z: En un famélico, está justificado.

A: Y si todavía no llega a estar famélico e igual le falta y roba y va preso.

RZ: Si le falta para comer, es un estado de necesidad y la necesidad hay que graduarla… aunque no alcance para eximirlo,… de cualquier manera es algo a tener en cuenta en la graduación.

A: ¿Graduar el hambre, la necesidad, ¿cómo?, ¿con objetividad? ¿Usted cree en la objetividad?

RZ: No mucho. Bueno, sí hay una objetividad que se puede lograr en el ámbito judicial, se llama objetividad, pero en rigor de verdad es el pluralismo interno del poder judicial, es lo único que puede otorgar algo de objetividad. Puede ser que no haya una ideología monolítica, sólo concurrencia de plurales ideologías…, digo ideologías como visiones del mundo. Es la máxima objetividad que se puede lograr. No hay otra.


ENTREVISTA DE LA REVISTA "EL ANARTISTA", Revista Cultural contra el bien general, Julio de 2mil6.

domingo, 6 de mayo de 2007

Criminología

Por Eduardo Galeano

Cada año, los pesticidas químicos matan a no menos de tres millones de campesinos.
Cada día, los accidentes de trabajo matan a no menos de cinco mil obreros.
Cada minuto, la miseria mata a no menos de veinte niños menores de cinco años.
Estos crímenes, cuyas cifras provienen de las estimaciones más moderadas, figuran en los informes de diversos organismos internacionales, pero no tienen publicidad. Son actos de canibalismo autorizados por el orden mundial. Como las guerras.
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Mucho cuidado: los delincuentes andan sueltos. Pero los más temibles no son los que provocan la histeria pública y dan de ganar millonadas a los fabricantes de alarmas, a las empresas que venden seguridad privada y a la prensa que vende inseguridad pública.
No: los peligrosos de veras peligrosos son los presidentes y los generales que destripan gentíos, los reyes de las finanzas que secuestran países, los poderosos tecnócratas que roban salarios, empleos y jubilaciones.
Todos somos sus rehenes.
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Clarence Darrow, inventor del difundido juego de mesa “Monopolio”, fue quien mejor supo definir a quienes habitualmente aparecen en las páginas policiales de los diarios: “Criminal es la persona con instintos predatorios que no tiene suficiente capital para fundar una gran empresa”. Mi país, el Uruguay, está en la ruina. Ha sido desvalijado por los banqueros, no por los punguistas. Pero la ley castiga con la misma pena mínima, dos años de prisión, al punguista que mete la mano en el bolsillo de un pasajero en el ómnibus y al banquero que roba mil millones de dólares. Y la pena máxima del punguista duplica la del banquero.
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Para los que mandan, no hay “tolerancia cero”. La exitosa receta de Rudolph Giuliani, nacida para limpiar de delincuentes las calles de Nueva York y vendida en el mundo entero, no se equivoca nunca. Aplica siempre hacia abajo, jamás hacia arriba, la mano dura y el castigo preventivo, que viene a ser algo así como la versión policial de la guerra preventiva. Convierte la pobreza en delito, y atribuye una “conducta protocriminal” sobre todo a los pobres de origen africano o latinoamericano, que son culpables mientras no prueben su inocencia.
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En muchos países, se puede ir preso por portación de piel. En los Estados Unidos, por ejemplo. Dentro de las cárceles, hay cuatro negros por cada diez presos. Fuera de las cárceles, hay un negro por cada diez habitantes.
También es peligroso ser pobre. Se puede morir ejecutado. Hace más de dos siglos, se preguntaba Thomas Paine: “¿Por qué será tan raro que ahorquen a alguien que no sea pobre?”. La pregunta sigue ahí, aunque se haya cambiado la horca por la inyección letal. En Texas, pongamos por caso, la pobreza de los que cada año marchan al muere no sólo está en las estadísticas. La ausencia de ricos en el patíbulo se revela hasta en la última cena: nadie elige langosta o filet mignon, aunque esos platos están en el menú de despedida. Los condenados prefieren decir adiós al mundo comiendo hamburguesas con papas fritas, como es su costumbre.
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De todas las formas de ejercicio profesional del asesinato, la guerra es la que ofrece la más alta rentabilidad. Y la guerra preventiva es la que brinda las mejores coartadas: como la “tolerancia cero”, castiga a los más indefensos no por lo que han hecho o lo que hacen, sino por lo que pueden haber hecho o podrían hacer.
El presidente Bush no puede patentar la guerra preventiva. Otros la habían inventado antes. Algunos casos que no pertenecen al pasado remoto: Al Capone envió mucha gente desde Chicago al otro mundo porque más vale prevenir que curar, Stalin aplicó sus purgas por las dudas, Hitler invadió Polonia proclamando que Polonia podía invadir Alemania y los japoneses atacaron Pearl Harbor porque podían ser atacados desde allí.
“Nos imponen la guerra”, decía y repetía Hitler mientras llevaba adelante su aventura criminal. La mayoría del pueblo alemán le creyó y lo acompañó. También la mayoría del pueblo estadounidense creyó que Saddam Hussein era coautor del once de setiembre, y que en cualquier momento podía arrojar una bomba atómica en la esquina de casa.
No han cambiado los discursos del poder guerrero. Siguen repitiendo lo mismo: el Mal nos obliga a defendernos.
Irak no amenazaba la paz mundial en la realidad, pero sí en los discursos de Bush, Blair y Aznar. Las verdaderas armas de destrucción masiva resultaron ser las palabras que inventaron su existencia. Mataron a miles. El científico David Kelly ha sido su víctima más reciente.
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Donald Rumsfeld había definido a Irak como “un laboratorio para guerras futuras”.
Make war, not love: mientras anda por el mundo predicando la abstinencia sexual, el presidente Bush proyecta nuevas hazañas bélicas.
Como a nueve presidentes anteriores, Cuba lo tiene con la sangre en el ojo. Refiriéndose a Cuba, advirtió, hace poco: “La mejor forma de proteger nuestra seguridad es salir al encuentro del enemigo antes de que el enemigo venga”. El presidente, especialista en plagios involuntarios, estaba repitiendo una frase de Stalin: “Debemos eliminar a nuestros enemigos, antes de que nos eliminen ellos”. El concepto era de Al Capone: “Mata antes de que te maten”.
La prueba de que Cuba es un peligro está a la vista, en los cines del mundo. En su película más reciente, James Bond, siempre perseguido por las bombas y los biquinis, penetró en La Habana. Y allí descubrió una clínica secreta, de alta tecnología, dedicada a reciclar terroristas.
Pero otras pruebas hay, igualmente irrefutables, contra otros países, y larga es la lista de candidatos. ¿Cuál será la próxima víctima del homicidio masivo disfrazado de acción humanitaria? Quién sabe. Corea del Norte, Siria, Irán? El presidente no lo tiene fácil. A favor de Irán opera una razón, una tentación, de mucho peso: allí yace la segunda reserva mundial del gas natural, y eso se necesita con urgencia. Como el petróleo de Irak, el gas jamás será mencionado por los invasores, si Irán resultara ser el país elegido.
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Alerta, peligro: al paso que vamos, los humanitos podríamos llegar a correr la misma desgraciada suerte de las muchas especies ya desvanecidas de la faz de la Tierra.
Ocurre que el presidente del planeta tiene, como James Bond, licencia para matar. Y con más razón: él encarna el Bien por mandato divino.
El Bien no puede ser juzgado. Un tribunal internacional de Justicia debe ocuparse de los crímenes de guerra de Milosevic o de Saddam Hussein, que para eso está, pero los instrumentos de Dios son intocables.
Como todos los delincuentes, los arcángeles blindados necesitan impunidad para trabajar sin sobresaltos que les amarguen la vida.
Para garantizar la impunidad de la guerra preventiva, nada mejor que una ley preventiva. La firmó el presidente Bush, el 2 de agosto del año pasado, después de ser aprobada por las Cámaras de diputados y senadores. Lleva el número 107-206, y se llama Service-Members Protection Act.
Esta ha sido la respuesta oficial a la amenazante creación de la Corte Penal Internacional. La ley prohíbe detener, procesar o encarcelar a los militares estadounidenses, y también a sus aliados protegidos, “especialmente cuando operan en el mundo para proteger los vitales intereses nacionales de los Estados Unidos”. Y autoriza al presidente “a usar todos los medios necesarios y apropiados para liberarlos”. No se establece ninguna limitación al uso de esos medios.
A la vista de la experiencia histórica y de la realidad presente, eso significa que la ley permite invadir Holanda. Si los jueces de la Corte Penal Internacional se portan mal, será legalmente posible el envío de tropas a la ciudad de La Haya, para rescatar a quienes hayan caído en sus manos.
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Un par de versos de Calvin Trillin:
Dios no ha creado ninguna nación
que no merezca nuestra invasión.


Eduardo Galeano, 2003. Página/12.